La lucha contra corrupción se ha convertido en el centro de la movilización social en los últimos años. Poner fin a ese flagelo es una aspiración obligatoria de toda sociedad que quiera avanzar en el camino al desarrollo, pero, los esfuerzos para lograrlo no tendrán todo el impacto esperado si se centran solo en el gobierno.
Acabar con la corrupción no es solo exigencia de aplicación de justicia, transparencia, rendición de cuentas o aprobación de leyes antilavado de activos. Hay que ir más allá.
Bernardo Kliksberg plantea que “la buena educación es la única manera de combatir la corrupción”. El BID ha realizado estudios que demuestran que a mayor educación cívica hay menos permisividad de prácticas corruptas y menor tendencia a violar la ley.
Hay que formar personas éticas y con mayores niveles morales desde las familias y las escuelas. Es necesario educar a los jóvenes en los valores de la integridad, la legalidad y las consecuencias individuales y sociales de las conductas corruptas.
Rescatar la formación moral y cívica como asignatura en los centros educativos puede ser un buen comienzo. La educación para la ética no puede ser una concepción abstracta o transversal que se diluya en otros contenidos.
Si queremos adultos íntegros, enseñemos a los niños y jóvenes a serlo.
Educar en la honradez puede curar la anomia de la sociedad dominicana y contribuir a poner fin a la cultura del “dame lo mío”, del tigueraje, la viveza y el padrinazgo que inducen a los antivalores que queremos desterrar.
Ya sabemos que la mejor forma de educar es con el ejemplo.
Si queremos ver el fin de la corrupción, seamos ejemplo de honestidad: paguemos los impuestos, la luz, el agua y la basura. Hagamos la fila. Trabajemos, no cojamos botellas. Respetemos la ley y lo ajeno.
No gastemos lo que no tenemos. No vivamos de apariencias o más allá de las posibilidades.
Desterremos la cultura del narcisismo y el afán de lucro. Construyamos una moral social basada en el bien común, no en los intereses particulares que dañan a todos.