En estos días he leído abundantemente la palabra “héroe”. Según el diccionario, cualquier persona famosa por sus hazañas califica como héroe, abstracción hecha de sus reales virtudes o desproporcionado ego; pero también puede ser un héroe el protagonista de alguna ficción o quien recibe especial admiración, aun inmerecida.
Quizás mi inconformidad con la graciosa atribución de heroicidad es por haberme alfabetizado en inglés; esa otra lengua eleva más el baremo para la heroicidad: debe ser alguien no sólo distinguido por su coraje y habilidad, sino colectivamente admirado por sus hechos y nobles atributos.
Igualmente es un héroe quien a riesgo del propio bien realiza una acción extraordinaria, como salvar a un niño de ahogarse o rescatar ancianos de un incendio.
¿Es un héroe quien falla tratando de imponer a tiros una visión política demostradamente fracasada? No me parece. Más héroe es el empresario que arriesga su patrimonio, trabaja como un mulo y crea miles de empleos. Me repugna tanto elogio de falsos héroes, tan huecos como las espurias ideas que defendieron.