Debate público y atención selectiva

Debate público y atención selectiva

Debate público y atención selectiva

En la República Dominicana nos quejamos mucho de la falta de calidad en el debate público, pero descuidamos el papel que cada uno de nosotros juega en que así sea.

Por lo general, asumimos que el problema son los periodistas que presumimos vendidos o interesados, los especialistas cuya opinión está moldeada por intereses espurios, los ciudadanos a los que el fanatismo o el interés les impide ver la verdad de los hechos. En pocas palabras, el problema es siempre el otro.

Quizás todas estas cosas sean factores reales, pero no es posible que siempre esté uno libre de pecado. Somos nosotros mismos quienes damos pie a que estas cosas ocurran.

Y lo hacemos por medio de un mecanismo muy simple, pero brutalmente efectivo: solo consideramos digna de respeto la opinión que confirma lo que ya creemos. Somos capaces de dar por cierto cualquier dato -por disparatado que parezca-, cualquier fuente -por poco confiable que sea-, con tal de que nos confirmen en nuestra opinión.

Y esto no es algo que se limite al público en general (esa tendencia de ver en “la masa” la suma de todos los males es tema para otra columna). Incluso las personas mejor formadas, las más honestas, tienen por norte la idea de que la seriedad de los demás se mide en grados de cercanía a la opinión propia.

En nuestro país solo es serio o competente quien está de acuerdo con uno.

Esta práctica, de la que no está libre el autor de estas líneas, impide cualquier debate serio. Pero, sobre todo, empobrece a quien la lleva a cabo.

Esto así porque, por mucho que nos duela, nadie es depositario de toda la verdad. Y tampoco es cierto que la causa o solución de nuestros problemas sociales quepan todos en nuestro personal encuadramiento político e ideológico.

Así pues, el problema con las “fake news” no es su falsedad.

Es nuestro deseo de darlas por buenas siempre que nos guste, la comodidad de no tener que cuestionarnos nuestras opiniones, y nuestra disposición a destruir moralmente a quien ose contradecir lo que creemos. Así no se contribuye a mejorar el país, por muy buenas intenciones que se tengan.



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