Cristianos de sacristía

David Álvarez Martín

Una de las expresiones más lúcidas e impactantes de Francisco es que los pastores de la Iglesia debían tener “olor a ovejas”. Sumada a la crítica que le formulara a ciertos obispos de que no fueran “príncipes”, ha despertado en obispos, sacerdotes, religiosos y laicos mucha alegría y también en algunos muchos resentimientos.

Desde hace siglos en el seno de la Iglesia se han debatido dos grandes tendencias en cuanto a la cuestión social, económica y política, aquellos que consideran que la Iglesia debe encerrarse en la sacristía y sólo salir cuando los dueños del capital los invitan a sus banquetes y fiestas, y aquellos que consideran que la Iglesia, todos sus miembros, deben estar insertos en el corazón del pueblo, entre los pobres, los que más sufren y estar incluso dispuestos al martirio en defensa de la vida de los que son marginados y explotados.

Sobre la cuestión social hay un nombre que queda grabado en la historia de la Iglesia: León XIII. Su Encíclica Rerum Novarum (Acerca de las nuevas cosas) es con propiedad un legítimo antecesor de los cambios que produjo el Concilio Vaticano II. Desde la Rerum Novarum hasta el presente prácticamente todos los Papas han publicado Encíclicas relativas a las cuestiones sociales, económicas y políticas que preocupan a la humanidad, convirtiéndose ese legado en el corazón de la Doctrina Social de la Iglesia.

Con el Concilio Vaticano II el cambio fue más dramático. La Iglesia fue llamada a salir de las sacristías y vinculase con la sociedad. Su producto más inmediato, a nivel episcopal, fue el documento producido por los obispos latinoamericanos en la segunda reunión de El Consejo Episcopal Latinoamericano, celebrada en Medellín, Colombia, en 1968.

El mensaje de los Obispos de nuestro continente era claro, había que comprometerse con los más pobres por demanda del mismo Evangelio. A nivel local, y antes del Concilio, los obispos dominicanos valientemente enfrentaron la dictadura de Trujillo en su pastoral de Enero del 1960. Si dicha pastoral no hubiese sido elaborada la Iglesia Dominicana hubiese sido considerada cómplice de la dictadura trujillista que finalizó un año y cuatro meses después de la misma.

Si se hubiesen quedado en las sacristías, el pueblo los hubiese mantenido en las mismas. Caso contrario fue la participación de varios sacerdotes y laicos en el derrocamiento de la primera democracia dominicana encabezada por Juan Bosch. Todavía no se ha pedido perdón por ese hecho y las secuelas de sangre y sufrimiento que produjo hasta el 1978.

A nivel teológico el Concilio Vaticano II produjo dos reacciones opuestas, una fue la Teología de la Liberación, que es el producto de mayor nivel de la reflexión cristiana en América Latina y que tiene raíces tan hondas como el Sermón de Montesinos en Santo Domingo en el 1511.

Esta reflexión teológica se inscribe en el compromiso de la Iglesia con los pobres y generó martirios tan destacados como el asesinato de Mons. Oscar Arnulfo Romero en El Salvador, que Francisco se ha ocupado de revalorizarlo como modelo para la Iglesia.

El otro extremo fue el movimiento contra el Concilio Vaticano II encabezado por Marcel-François Marie Lefebvre y que negaba todos los cambios propuestos por el Concilio, encerrándose en las sacristías, conservando la liturgia en latín y por supuesto negando todo compromiso con los pobres.

Lo curioso es que mientras la Teología de la Liberación, que tantos denuestos provocó de los que se encerraban en las sacristías, nunca rompió con la unidad eclesial, el movimiento de Lefebvre generó un cisma y se separó de la unidad eclesial. La unidad con el Santo Padre que es tan del gusto de los conservadores, usualmente son los primeros en romperla.

La fidelidad al Evangelio y a la Doctrina Social de la Iglesia está dirigida a comprometer a obispos, sacerdotes, religiosos y laicos con los más pobres. El apego al poder, a la intimidad con los explotadores, a la seguridad de las sacristías, es contraria absolutamente al cristianismo.