Aseo para nuestras falencias

Aseo para nuestras falencias

Aseo para nuestras falencias

No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Pero tampoco es cierto que fuese peor. En el pasado tuvimos tiempo bueno y tiempo pésimo. Y el presente nos ha traído, igualmente, bastante de ambas cosas.

Por tanto, lo inteligente es tratar de conservar lo bueno del pasado y enriquecerlo con lo bueno del presente.

En esa tesitura, nuestra sociedad debiera permanecer sometida a un observatorio continuo, metódico y serio, que le conduzca a valorar, para conservarlas, sus virtudes y cosas buenas, y a reconocer, para esquivarlas, sus cosas improductivas o indeseables por constituir verdaderas disfunciones.

Tenemos falencias de todos los tipos y en todos los ámbitos de la vida nacional. Y es que estamos acogidos a un sistema político que pone los asuntos de mayor importancia en manos de personas que, por inexpertas o por carecer de probidad, no siempre son tan confiables como las que el país necesita.

En el pasado, por ejemplo, los cabildos y salas de regidores eran integrados por los munícipes más distinguidos y entusiastas de cada comunidad.

Estos ciudadanos cumplían celosamente, y de manera honorífica, con las labores implicadas en los roles que les eran confiados.

Estando el cabildo así, en las mejores manos, el resultado era generalmente eficacia y buena gestión, pero, claro, cualquier desvío de recursos o cualquier irresponsabilidad se castigaba con severas penas legales y con la repulsa descalificadora representada por la espontánea mofa pública que traducía una suerte de muerte civil, pues, para entonces, el país vivía la “sociedad del honor y de la vergüenza”.

Pero ahora no. Ahora los regidores y afines son seleccionados por simple popularidad a través de partidos políticos, y el resultado de su labor no tiene tanta importancia como tuvo antes, sino que podría ser cualquiera, desde visiblemente mediocre y desidiosa hasta permisiva o culpable del más descarado de los hurtos, todo ello con poca o ninguna consecuencia, pese al elevado estipendio que se le paga a cada miembro de la Sala.

Lo propio pasa también en casi todos los demás aspectos de la vida del país. Quien entra a desempeñar un empleo público, asume el reto de “buscársela y hacerse”, so pena de ser calificado de idiota por muchos de sus conciudadanos.

Una vez un secretario de Estado, entrevistado por la prensa acerca de ciertos repentinos teneres, tuvo las agallas de proclamar, voz en cuello, “yo no vine aquí a hacerme pobre”.

Y no pasó nada.

Y ahora mismo estamos sufriendo el llamado “escándalo Odebrecht” el cual involucra a decenas de dominicanos, incluyendo altos funcionarios del Gobierno, que participaron, recibiendo o distribuyendo, sobornos y cohechos para favorecer a una firma constructora que licitó en algunos concursos para obras del Estado y que incluso ha confesado su delito, pero nadie ha sido juzgado.

Ello indica que nuestra sociedad necesita de un enjuague de tipo “cataclísmico”, como decía el profesor Dato Pagán, que la limpie de la mugre que no la deja avanzar. Quiera Dios que esto sea pronto.



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