Aquellas pequeñas cosas

Aquellas pequeñas cosas

Aquellas pequeñas cosas

Tener un buen pacto social no equivale a una conquista democrática verdadera hasta que la eficacia del Estado de derecho que persigue esté plenamente garantizada.

No me refiero a la condena que castiga a posteriori su transgresión, sino a la estructura dinámica cuyo diario accionar asegure la sostenibilidad de su predominio.

Es decir, que en términos verificables sea el Estado de derecho la institución que legitime en la práctica la coerción conminatoria al acatamiento de las normas de convivencia civilizada.

Por consiguiente, nada de esto va sobre competencias de las Altas Cortes ni sobre complejidades y alcances de leyes y tratados jurídicos. Apunta hacia algo mucho más obvio y sencillo: la necesidad de atender aquellas pequeñas cosas que pueden hacer de la experiencia cotidiana una vivencia gratificante o una pesadilla insoportable.

Si la tolerancia social apaña el delito de aquellas pequeñas cosas que a diario lesionan el derecho a una mejor calidad de vida, la Constitución no sirve para nada.

La ausencia de un régimen de consecuencias inmediatas que garantice los resultados del estado de derecho, es la causa primordial de la degradación acelerada que agrava la peligrosidad del ambiente circundante y lesiona el espíritu de convivencia cívica.

Hay quienes en ciertos casos pudieran argumentar que un gobierno inmoral no tiene calidad moral para dar clases de moralidad.

Sin embargo, esta sentencia lapidaria solo define la debilidad fundacional de una administración no calificada para trazar pautas en esa materia.

Y puesto que la disciplina es una virtud no condicionada por factores morales, la inmoralidad de un gobierno no lo inhabilita para imponerla, sobre todo, porque aquella constituye el único prerrequisito insalvable del estado de derecho que la Ley Fundamental le obliga a garantizar.

Cierto es que lo ideal sería acertar con el palé. Pero lo perfecto es enemigo de lo bueno, y de esperar el advenimiento del reino de la moralidad, siendo condición consustancial a la naturaleza humana la proclividad al vicio, jamás veríamos llegar el momento propicio para empezar a enfocarnos en aquellas pequeñas cosas, que cuando se norman a fuerza de disciplina, son meandros que tributan al caudal de la felicidad.

Una vez que el desorden y la indisciplina campean por sus fueros, toda la extensión del tejido social resulta afectada.

Y justamente, por donde primeramente empieza a manifestarse el deterioro que provocan, es por aquellas pequeñas cosas que se convierten en fastidio cotidiano. Solo basta estar vivos para sentirlas en todo momento y en cualquier lugar que nos encontremos.

Durante las horas de tranquilidad nocturna que el cuerpo y la mente necesitan para reponer sus energías, aquellas pequeñas cosas permanecen todavía minando la calidad de nuestro entorno cuando la disciplina brilla por su ausencia.

Al llegar a un país desarrollado y transitar por sus vías, el metro o el ferry, o ya en parques de diversión, museos y monumentos, lo que nos hace sentir que ciertamente estamos en una nación desarrollada es el respeto que observamos en los ciudadanos por aquellas pequeñas cosas que desearíamos ver tratadas del mismo modo en la nuestra.

Caemos en cuenta que aquellas pequeñas cosas que en aquel pueblo facilitan acceder a un estadio existencial mucho más placentero, se revelan casi de manera natural, gracias al imperio conminatorio de un sistema de disciplina, orden, higiene, civismo y respeto a un medio ambiente libre de ruidos mortificantes.

El Estado de derecho que constitucionalmente nos corresponde vivir, debería empezar por la imposición de un régimen de disciplina decididamente intransigente frente a aquellas pequeñas cosas que pueden hacernos ciudadanos más felices, en lugar de rehenes impotentes de la anarquía.



Etiquetas