Aprendiendo a ser viejo

Aprendiendo a ser viejo

Aprendiendo a ser viejo

Rafael Molina Morillo, director de El Día

¡Qué palabra tan fea es “vejez”! A menos que ya uno se haya graduado Suma Cum Laude en esa difícil asignatura que se llama “Cómo envejecer feliz y no morir en el intento”, hay que convenir que se trata de un gran desafío del que es imposible salir ilesos.

Cuando uno está joven suele incurrir en el error de burlarse de los mayores, sobre todo cuando estos muestran las inevitables huellas de la senectud y sus movimientos se ponen lentos y “tuntuñecos”. Pero a esos jóvenes hay que recordarles que el viejo ya llegó adonde iba, mientras los jóvenes, por vigorosos que sean, todavía no se sabe si van a llegar.

Para triunfar en la vejez hay que saber identificar los primeros síntomas de la enfermedad y aprender a convivir con ellos.

Los más frecuentes se ponen de manifiesto cuando, sin pedirlo, alguien te toma el brazo para ayudarte a bajar o subir una escalera… o cuando, en una sala de espera, dos o tres personas se levantan simultáneamente para cederte sus asientos.

A mí me sucede con frecuencia que amigos y desconocidos, en su afán de halagarme, me prodigan elogios por distintas razones, pero siempre terminan preguntándome si no he pensado en retirarme. Los decepciono cuando les respondo que no se me ha ocurrido esa idea todavía.

No tengo espacio para describir aquí los distintos y cada vez más frecuentes indicios de que cada vez nos acercamos más al inevitable final, pero lo cierto es que a medida que pasan los días vamos aceptando más y más el peso y el paso de los años, heraldo del destino que nos espera para emprender el viaje sin retorno, con tan ligero equipaje que nos induce a hacer nuestra la profunda frase atribuida a San Francisco de Asís, que dice: “Necesito pocas cosas, y de las cosas que necesito, las necesito poco”.



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