En 1996, cuando la Convención de los Derechos del Niños estaba de moda, Manuel Leguineche escribió un libro desgarrador titulado “Ángeles Perdidos”, narrando el drama de los niños soldados, los niños bomba y otras lacras que afectan a la población infantil.

El autor, un periodista investigador que en ese tiempo ganó el premio Espasa en España, expuso con crudeza los problemas éticos de la explotación y el abuso hacia los más pequeños, concluyendo que el mundo es un lugar cada vez más feroz para los niños. Hace 21 años cayó en mis manos ese documento.

De tiempo en tiempo lo vuelvo a leer, constatando con tristeza su vigencia.

El abuso infantil es la cotidianidad de los hogares dominicanos. Cada vez que escuchamos en las noticias las reseñas de niños perdidos o abandonados por sus padres, de niñas o niños violados y vulnerables, pensamos en ángeles perdidos.

Sí, los niños en riesgos son ángeles perdidos, porque el maltrato les roba su inocencia. Y no es en el lejano o distante mundo feroz que esto pasa, es en una familia que, en vez de ser fuente de protección, se convierte en un problema o en una maldición.

Los niños de la calle son también ángeles perdidos que huyen de la violencia de sus familias, pero se encuentran con la dureza detener que robar o caer en el extremo de vender el cuerpo para poder comer, cayendo en las manos de un proxeneta inescrupuloso que los explota.

Lamentablemente los problemas de la infancia no tienen muchos dolientes.

¿Será porque los niños no votan? A la erradicación de los feminicidios le sobran los dueños y protagonistas que le faltan a la protección de la niñez.

Que el 23 de diciembre, Día del Niño, sea una oportunidad para pensar en cómo priorizar a los niños y rescatar a tantos ángeles perdidos, sumidos en las garras del abuso sicológico, físico o sexual y el abandono familiar e institucional, recordando que una infancia sana y feliz es un derecho humano y una exigencia para el desarrollo sostenible.