Adiós, Pedro Peix

Adiós, Pedro Peix

Adiós, Pedro Peix

José Mármol

Me desmontaba de un avión que cubría la ruta de Nueva York a Santo Domingo. Al reiniciar mi teléfono celular dos amigos me enteraban por redes sobre el fallecimiento súbito del escritor Pedro Peix. Minutos después lo oficializaba la prensa digital mediante declaraciones de su entrañable y siempre leal amigo Carlos Sangiovanni, destacado artista y académico de las artes visuales.

Lo conocí en el decenio de los ochenta, cuando los auténticos fundadores encofrábamos, junto a su creador, poeta Mateo Morrison, los pilares del Taller Literario César Vallejo, de la UASD.

Sostuvimos interesantes charlas en los cafés y esquinas de la calle del Conde, lugar que hizo esencial en sus días y al que tornó símbolo en su imaginario, como lo hizo Naguib Mahfuz en su “Callejón de los milagros” (1947), basándose en el callejón de Midaq, en el bazar Jan el-Jalili de El Cairo.

Compartí, en más de una ocasión, mis ideales literarios juveniles en el programa pionero de televisión que desarrolló junto a los destacados escritores y coetáneos Andrés L. Mateo y Tony Raful. Se llamó «Peña de tres», y se convirtió en un referente como programa cultural de la televisión nacional.

Peix no fue un escritor maldito. Asumió tempranamente la literatura como fundamento de su existencia. Vivió para escribir y, a pesar de las limitaciones de nuestra cultura y de la inexistencia de un mercado editorial dominicano o caribeño hispánico, también escribió para vivir.

En la palabra encontró su libertad como individuo, como creador y como actor social. Su escritura desbordó los diques de la doble moral y de las falsas composturas ideológicas, beatas y sociales. La palabra escrita fue para él, lo que en esencia es, sinónimo de libertad.

Tras una camuflada postura de dandy distraía al circo de los diletantes y de los censores a hurtadillas, mientras su verbo escrito estremecía, a través de una obra de excepcional brillantez imaginativa y estilística, los cimientos, ornamentos y ribetes de la religiosidad huera, los valores rancios o antivalores y las perversidades políticas y sociales de la dominicanidad del siglo XX e inicios del XXI.

Pagó con su soberanía de criterio, expresión libérrima e ideas incómodas el precio de la marginación y la negación de méritos por parte, no solo del poder establecido, abstracción tras la que se acomodan muchos oportunistas y falsos librepensadores, sino por parte de quienes detentan y manejan los enclaves culturales, mediáticos, escasamente editoriales y brumosamente académicos, que no son poderosos económicamente, sino, en muchos casos, y sobre todo, mediocres de sensibilidad y visión, y miserables de espíritu.

No claudicó jamás ante la burocracia ignorante que presume de sabionda ni ante las lisonjas arteras o reprimendas de púlpitos o tribunas.

Su obra literaria es diversa, y se encuentran en ella cimas y llanuras. Pero, la palabra se vio en él siempre enaltecida, ya fuera en un artículo periodístico, ensayo, cuento, relato o novela, su rigor estético y su dominio de la lengua escrita encumbraban su sensibilidad e imaginación para lograr páginas memorables. Agudo, incisivo, demoledor, pero, al mismo tiempo, exquisito, desconcertante y magistral.

Fuimos amigos distantes, por circunstancias ajenas a nosotros mismos; pero, siempre en contacto afectivo, admiración mutua y gestos solidarios.

Echaré de menos el obsequio navideño de un libro, dedicado siempre con su puño y letra, que solía recibir en mi oficina y leer con interés. Me obsequió siempre con verdaderas joyas literarias. Nuestras letras han perdido a uno de sus más auténticos, libres y brillantes creadores. Su lugar es único en la historia cultural e intelectual del país. Ha muerto un auténtico escritor.



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