A setenta y dos años del terremoto del Nordeste

Mañana se cumplirán setenta y dos años del terremoto que sacudió la zona del nordeste. Afortunadamente jamás ha vuelto a ocurrir un temblor semejante.

Yo tenía solo cuatro años y se me quedaron para siempre algunos recuerdos de aquella espantosa sacudida.

Mi casa paterna, de tablas de palma y techo de yagua, levantada sobre pilotillos de madera, quedó torcida.

En el patio se levantó una enramada descercada, en la cual se reunía la gente a pasar la noche, entre oraciones, protestas de arrepentimiento y ruegos de misericordia al señor Dios. El pánico había cundido y no era para menos.

A las tres de la tarde de aquel cuatro de agosto de 1946, un trueno profundo precedió el sacudimiento de la tierra, se desató un terremoto de ocho grados, el mar se había alejado de la costa y cuando volvió se desbordó arrolladoramente, en lo que hoy se le llamaría un tsunami. Matanzas, que era entonces una común, fue barrida del mapa, el agua entró a otras comarcas costeras de la zona, como el Bajío, cercana al poblado de La Entrada; la tierra se abrió en inmúmeros lugares y según reportes de la prensa de la época, el tránsito por la carretera de Samaná quedó cortado por las numerosas zanjas y derrumbes.

Aunque todavía se tiene la idea de que aquel fenómeno se circunscribió al nordeste, lo cierto fue que en ciudades del Cibao como San Francisco de Macorís, Moca y en el propio Santiago, la sacudida agrietó edificios y causó ingentes daños materiales.

En aquellos tiempos de tan escasa información oficial, los rumores se multiplicaron con una pasmosa celeridad y surgieron versiones que hablaban de centenares de muertos y de escenas de lo más desgarradoras.

Recuerdo el pánico de muchos campesinos. Ante cualquier réplica por pequeña que fuera, la gente caída de rodillas, se daba golpes en el pecho, se rezaba a toda hora y las procesiones y rosarios sasonados con cantos de alabanzas se sucedían con frecuencia.

Esas cosas se me quedaron grabadas y tampoco olvido cómo ya años después del terremoto, al menos en mis campos, a veces iba uno a pie o a caballo por alguna finca ganadera o un cacaotal y súbitamente se caía en una profunda hendidura que había dejado aquel terremoto hasta ahora, y por fortuna, no superado en intensidad por otro alguno.